Artículo publicado por José Alberto León Alonso en El Día el 13/03/16.
“Hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntándoselo. Si dice que sí, es un sinvergüenza”, dijo Groucho Marx. Gary Becker, que recibió el premio Nobel de Economía por extender el análisis microeconómico a un amplio rango de comportamientos humanos tales como la decisión de delinquir o mentir, concluía en sus análisis que una persona delinquirá si el beneficio de su decisión es superior a su potencial coste multiplicado por la probabilidad de ser descubierto. Sin embargo Dan Ariely, profesor de psicología del comportamiento económico, demostró que había que introducir un matiz adicional. Ariely observaba extrañado como los sujetos de sus experimentos conductuales experimentaban una creciente desazón cuando la recompensa económica obtenida por el engaño alcanzaba ciertos límites y que, llegado cierto punto, si se incrementaba el premio económico del engaño incluso se comportaban de forma más honesta.
Finalmente, llegó a la conclusión que, si bien los seres humanos tendemos a mentir en cuanto tenemos la ocasión y la posibilidad de no ser descubiertos, tenemos un umbral de tolerancia respecto a la aceptación de la mentira. Nuestro sentido de la moralidad está asociado al grado de engaño con el que nos sentimos cómodos. En esencia, engañamos hasta el nivel que nos permite conservar nuestra imagen de individuos razonablemente honestos. Como dijo Oscar Wilde “la moralidad, como el arte, significa trazar una línea en algún sitio”. La cuestión es dónde está esa línea.
Cuando se trata de engañar nos comportamos prácticamente igual que cuando seguimos una dieta. Tan pronto empezamos a incumplir nuestras pautas (en la dieta o en nuestra moralidad), somos más susceptibles a saltárnosla de nuevo y, en adelante, hay grandes posibilidades de sucumbir a la tentación de volver a portarse mal. El engaño es infeccioso. La “teoría de las ventanas rotas” es una teoría de criminología que sostiene que mantener los entornos urbanos en buenas condiciones puede provocar una disminución del vandalismo y la reducción de las tasas de criminalidad. En un artículo de 1982 de Wilson y Kelling titulado Ventanas Rotas, los autores decían lo siguiente: “Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio; y, si está abandonado, es posible que lo ocupen ellos y que prendan fuego dentro.” Si en un edificio aparece una ventana rota, y no se arregla pronto, inmediatamente el resto de ventanas acaban siendo destrozadas por los vándalos. ¿Por qué? Porque es divertido romper cristales, desde luego. Pero, sobre todo, porque la ventana rota envía un mensaje: aquí no hay nadie que cuide de esto. Así pues, una buena estrategia para prevenir el vandalismo es arreglar los problemas cuando aún son pequeños. Nuestros ayuntamientos conocen bien esta teoría. Cuando aparece un grafitti en una pared, si no se borra pronto, toda la pared y las de las casas próximas aparecen llena de pintadas. El alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, adoptó esta política desde su elección en 1993, bajo los programas de \»tolerancia cero\» y \»calidad de vida\». Se persiguió a quienes viajaban gratis en el metro, a los que orinaban y ensuciaban la vía pública y a los \»limpia parabrisas\» que exigían un pago por limpiar los cristales de los coches, y la tasa de criminalidad, tanto mayor como menor, se redujo significativamente, y continuó disminuyendo durante los siguientes 10 años.
En definitiva, según Ariely no hemos de considerar que un acto individual de deshonestidad sea algo nimio. Solemos perdonar la primera infracción de una persona con la excusa de que todo el mundo se equivoca y merece una segunda oportunidad, pero el engaño y la deshonestidad tienden a aumentar exponencialmente después de la primera infracción no penada. El primer acto deshonesto es el que hay que evitar o, una vez realizado, castigar para evitar que el ejemplo cunda. Esta teoría tiene interesantes efectos sobre la creencia generalizada en que los delincuentes juveniles deben tener un trato benigno por parte de la justicia para favorecer su reinserción. Por el contrario, con este trato benigno hacia el primer delito el futuro comportamiento será menos honesto y el ejemplo de comportamiento deshonesto exitoso cundirá entre otros jóvenes. Igualmente desmonta parte de nuestro código penal que exime el cumplimiento de las penas de cárcel inferiores a dos años a quienes carezcan de antecedentes penales.
¿Qué hacer para reducir el comportamiento deshonesto? Las clases de ética, los códigos de buena conducta y las políticas de transparencia no parecen tener un gran efecto en su reducción. Nada de aprender moralidad en la escuela. Lo que hay que hacer es no excusar, pasar por alto, ni perdonar delito alguno, pues de otro modo la deshonestidad se extenderá como un reguero de pólvora. Esto es especialmente importante para los que están en un primer plano: políticos, funcionarios públicos, celebridades o presidentes de grandes compañías. Si el defraudador es integrante de nuestro grupo social, nos identificamos con él y nos parece que engañar es más aceptable. Y aún más si el tramposo es una figura con autoridad en nuestro grupo, alguien respetado. La conclusión es muy clara: mano dura para reducir nuestra querencia cultural a delinquir. El fraude se extiende como una infección si el entorno lo tolera y justifica. Cambiemos las normas y la moral. Que los delincuentes paguen por sus delitos con la cárcel, no importa la cuantía hurtada, ni la edad ni la duración de la pena. Y persigamos hasta el más pequeño desliz. Tolerancia cero. Mejor nos iría.