Artículo publicado por José Alberto León Alonso en El Día el 24/01/15.
“El ayudante de Zidane en el Real Madrid no tiene licencia”. “Uber, prohibido”. “Casi 600 farmacéuticos pugnan por las 60 boticas en concurso”. Noticias como éstas sobre la regulación de las actividades económicas más diversas aparecen con cierta frecuencia en nuestros medios de comunicación, sin que a nadie le parezca extraño que para entrenar un equipo de fútbol, conducir un taxi o abrir una farmacia sean precisos una serie de permisos.
En principio, el ingreso en las actividades económicas debería ser libre y no estar regulado. No es preciso tener “licencia” para ser dependiente y no pasa nada. Pero establecer más regulaciones de las necesarias para ejercer una profesión tiene sus costes. Suponen una barrera a la entrada de nuevos competidores y, por lo tanto, beneficia a quienes ya están establecidos que, ante la menor competencia, pueden cobrar sus servicios a precios más elevados de los que existirían de no estar regulados. Por ello, la política idónea es establecer controles al ejercicio de ciertas actividades únicamente cuando los beneficios de la ordenación superen a sus costes, pero intentar que las actividades reguladas se limiten al mínimo imprescindible.
Esta regla tiene excepciones. La principal es cuando es difícil conocer la profesionalidad del trabajador y las consecuencias de los errores son importantes. El ejemplo clásico y evidente es el de los médicos. Nuestros conocimientos médicos son escasos o nulos, especialmente en lo que se refiere a las especialidades médicas. Mientras puedo juzgar si un dependiente me ha atendido mejor o peor, no puedo hacer lo mismo con la competencia técnica de un neurólogo. Si a esto le añadimos que la consecuencia de un error médico puede ser la muerte, parece razonable que establezcamos unos filtros que nos aseguren la competencia de quien ejerce la medicina. Por ello se regula el ejercicio de la profesión médica a quienes hayan aprobado una carrera y pasado un examen específico o una experiencia como facultativo.
Así pues, ¿es realmente complicado conocer la profesionalidad del trabajador y las consecuencias de los errores son importantes en el caso de muchas actividades reglamentadas? No. Es evidente que no en el caso de los entrenadores de fútbol, pero también en muchas otras actividades: taxi, farmacias, estancos, administraciones de loterías y un largo etcétera. A los taxistas cabría exigirles un permiso de conducción más exigente (como de hecho, se hace), pero ¿por qué limitar su número a discreción del ayuntamiento de turno, limitando con ello la competencia? A las farmacias cabría exigirles la presencia de un licenciado en Farmacia en sus instalaciones, pero ¿por qué el dueño debe ser un farmacéutico? ¿Por qué la licencia es hereda? ¿Por qué el número de farmacias se limita? Lo de los estancos y administraciones de lotería tiene aún menos justificación.
Estas barreras de entrada en distintas profesiones son representativas de las sistemáticas restricciones impuestas a la competencia en nuestra economía y que ocasionan múltiples problemas de falta de competitividad y productividad. En España tenemos el vicio de la regulación excesiva. Se trata de un buen número de actividades artificialmente sometidas a un régimen de oligopolio, cuyo establecimiento beneficia a los propietarios de licencias en perjuicio de los consumidores. Tal y como cualquier estudiante de economía aprende, las empresas de un oligopolio ofrecen una cantidad menor que la demanda potencial de un servicio y a un mayor precio que en un mercado competitivo, ya que de esta forma maximizan su beneficio. Por este motivo, los dueños de las licencias, constituidos en lobby, presionan a la Administración para congelar o reducir la concesión de nuevos permisos con el fin de limitar la competencia. Todo el proceso daña a los consumidores, que consumen menos del producto o servicio regulado de lo que desearían y que lo hacen a un precio más caro, y resta eficiencia.
Nuestros gobernantes deberían aprender de la obra del francés Jean Tirole, galardonado con el Premio Nobel de Economía de 2014. Uno de los focos principales de la obra de Jean Tirole es el de la \»información asimétrica\», es decir, de aquellos ámbitos donde los gobiernos no saben realmente cómo funciona la industria, lo que hace difícil la regulación. La pregunta fundamental a la que Jean Tirole ha intentado responder a lo largo de su carrera, es “¿hasta qué punto debería el Gobierno intervenir en un mercado?”. Y su respuesta es que en ocasiones debe intervenir, y en otras no. A menudo a los mercados se les impone barreras regulatorias innecesarias a la competencia, lo que inhibe la capacidad del mercado de ofrecer la mayor cantidad de productos y servicios al mejor precio.
Partidario de la regulación eficiente, esto es, cuando sus beneficios superan a sus costes, Tirole lo es también de la liberalización de servicios, porque genera menores precios en su prestación. “No hay que temer a los mercados, sino regularlos adecuadamente”, dice. Y es partidario también de introducir mecanismos de competencia en los servicios públicos, como dar cheques educativos o sanitarios a los ciudadanos para que puedan elegir centro educativo o sanitario. Todo ello como una forma de reducir el coste de prestación de los servicios públicos, hacer sostenible el Estado del Bienestar e incrementar la satisfacción del ciudadano con los servicios prestados.
No pido tanto. Me conformo con que analicemos si es realmente necesario exigir licencias a un centenar de actividades en los que la regulación no es realmente necesaria, ni serían graves las consecuencias de su inexistencia.