Artículo publicado por José Alberto León Alonso en Diario de Avisos el 08/06/14.
La decisión del Rey Juan Carlos I de abdicar el trono en favor de su hijo reabre en nuestro país el debate sobre la forma de gobierno: ¿Monarquía o República? Pienso que tenemos problemas más graves sobre los que debatir pero, como suele suceder, lee y escucha uno tanta demagogia, que no puedo evitar aportar mi opinión.
Primero. El cambio de un sistema a otro no mejoraría ni empeoraría la vida de la gran mayoría de los españoles. La crisis seguiría siendo la misma, y la corrupción y el desempleo también. El sistema político sería igual de democrático y nuestros políticos tan incompetentes como ahora. Durante la transición sufriríamos incertidumbres e inestabilidades, que sí que nos podrían perjudicar, pero si el proceso se condujera dentro de las normas establecidas (reforma constitucional y posterior referéndum), no habría motivo para la alarma. La seguridad jurídica estaría garantizada y la economía seguiría su rumbo. Naturalmente, otra cosa sería un proceso revolucionario como el que algunos partidos políticos proponen: saltarse las normas y convocar un referéndum antes de modificar la Constitución, con lo que la normativa vigente entraría en contradicción con un hipotético apoyo popular a la República. En un país que se pasa su norma fundamental por el forro, nadie estaría a salvo y los inversores huirían en estampida al convertirnos en una república bananera más, tipo Venezuela, donde las leyes se dictan al calor de un programa televisivo. Otra cosa es que Venezuela sea precisamente el modelo a seguir. Si queremos vivir pendientes de conseguir aceite, leche, pan o papel higiénico antes de que desaparezcan de los estantes, éste es el camino.
Segundo. A cualquier demócrata le disgusta, como principio, el concepto dinástico. Para los que creemos en la meritocracia y en la democracia, que uno sea más importante que los demás por nacimiento nos chirría. La monarquía es un anacronismo, pero tampoco es el único caso de ventaja por nacimiento. Después de todo, quienes nacen ricos siempre tienen más fácil acceder a una mejor educación, mejores contactos y empleos que otros y hacer tabla rasa entre generaciones resulta antinatural para la mayor parte de los seres humanos, que hacen todo lo posible por legar a sus descendientes el resultado de su esfuerzo durante la vida.
Tercero. Un régimen republicano no tiene por qué ser más caro o más barato que una monarquía parlamentaria. Existen casas reales muy modestas y presidentes de república manirrotos. La Presidencia de la República Italiana, un cargo meramente testimonial, tiene un presupuesto de 228 millones, mientras que la alemana recibe apenas 31 millones de euros anuales. El coste de las monarquías europeas varía entre los 39 millones de euros de los Países Bajos y los 8 millones de euros de España. Parecen bastante económicas, aunque la transparencia suele brillar por su ausencia y hay partidas protocolarias, de personal y diplomáticas incluidas en otros apartados, así que la comparativa resulta complicada. Algunos atribuyen a nuestra Casa Real un gasto real de 25 o 50 millones de euros anuales, pero incluso en el peor de los casos, el presupuesto de la Corona no es mayor que un error de redondeo en las cuentas públicas. Si el gasto público en España asciende a unos 460.000 millones de euros anuales, el coste de la Corona para la Hacienda Pública oscila entre el 0,0017% y el 0,01% del total, y nada obligaría a que el coste institucional de una República fuese inferior. La conclusión es que, asumiendo igualdad de funciones, los costes de una monarquía o una república se equiparan, así que el coste económico no puede considerarse un argumento a favor o en contra de ninguno de los dos sistemas.
Cuarto. Los derechos y libertades de los ciudadanos son independientes de que un régimen sea monárquico o republicano. Monarquía y república se han ido alternando a lo largo de los tiempos y en su seno se han podido desarrollar tanto formas puras de gobierno como tiranías varias. Después de todo, el fascismo y el comunismo son regímenes republicanos, aunque totalitarios, igual que lo fueron las monarquías absolutas.
Así que no vamos a vivir ni mejor ni peor con una u otra forma de gobierno, de modo que el debate no es realmente práctico sino doctrinario. Se trata de que “ninguna decisión es democrática si no se somete a referéndum” o que “nosotros no votamos esta Constitución”. Responder a lo segundo es pueril: tampoco ninguna constitución republicana se somete a referéndum periódicamente. Por el contrario, entre los fines esenciales de cualquier constitución, monárquica o republicana, se encuentra precisamente el de la permanencia: ser un marco lo bastante amplio como para poder garantizar un espacio de convivencia duradero con derechos y libertades permanentes, en el que cohabitan distintas ideologías y en el que el que se puedan alternar los gobiernos sin tener que cambiar ese marco en cada alternancia. Votar la Constitución periódicamente no es beneficioso ni necesario. Si algo en ella no gusta, se ganan las elecciones y se modifica conforme al procedimiento establecido. Respecto a lo primero, se trata de la vieja disyuntiva entre democracia directa o representativa. No hay espacio para ese debate, pero resulta curioso que quienes defienden como única legitimidad democrática la de la democracia directa, tengan como modelo o referente añorado la Segunda República cuya Constitución, curiosamente, nunca fue votada ni refrendada por los españoles, al igual que su forma de estado.
En España tenemos un Jefe de Estado que no pinta realmente nada, algo que es bueno, pero que reina por un accidente genético, algo que no es del todo justo. No es el mejor de los mundos, pero es un acuerdo que parece funcionar correctamente en la mayoría de países europeos, que en esto de la democracia tienen más experiencia que nosotros. Y el hecho de que esté amenazado por populistas, bolivarianos, anarquistas, separatistas, fascistas, neo-comunistas y radicales de todo tipo, todos ellos amantes de la estabilidad, el entendimiento y el progreso, me lleva a pensar que algo bueno debe tener. Será que en un país tan partidista y cainita como el nuestro, que exista una institución neutral, apartidista y con ánimo de permanencia a largo plazo estabiliza y resuelve tensiones sin necesidad de revoluciones, y eso los deja sin “trabajo”. Y francamente, antes prefiero un puesto hereditario alejado de la pelea partidista, que un nuevo cargo que incorporar al reparto y pasteleo de nuestros mangantes políticos. A efectos prácticos, la familia real es un grupo experimentado de diplomáticos con contactos duraderos con los Jefes de Estado de los países no democráticos del mundo, que son, después de todo, la mayoría. Como instrumento diplomático es mucho más útil que un presidente de la república ceremonial que cambia cada cierto tiempo, y así el impacto en imagen y proyección exterior de nuestra familia real (y la británica), resulta muy superior al de cómo se llame el actual presidente de Alemania, que nadie conoce. Por otro lado, una democracia es un equilibrio que debe contentar a todos, y modificar el modelo de estado requiere un gasto de energías y un esfuerzo político enorme, y todo por un asunto doctrinario. Según el CIS, la Monarquía es un motivo de preocupación para apenas el 0,2% de los españoles. Si el puesto de Jefe de Estado es simbólico, no tiene poder político, ni coste económico adicional, y a nadie le preocupa, ¿qué más da que el cargo sea ocupado o no por una persona electa, mientras cumpla satisfactoriamente su función? Tenemos demasiados problemas reales que resolver como para perder el tiempo y las energías en problemas simbólicos.