Artículo publicado por José Alberto León en El Día el 27/12/15.
La teoría económica parte de un axioma fundamental: los humanos somos racionales. La toma de decisiones “racional” dentro de la teoría económica supone que cada persona decide de tal forma que maximiza su utilidad, que en economía es una medida de la satisfacción. A menudo se asume que la satisfacción aumenta (o disminuye) con el incremento (o disminución) del consumo de bienes y servicios, de la riqueza y del tiempo libre. Cuando comparamos entre distintas inversiones, se supone que si tomamos la decisión de invertir en una alternativa concreta (por ejemplo, jugar a la lotería) es porque consideramos que ésta nos otorgará el máximo beneficio esperado de todas ellas. Pero si esto es así, ¿por qué jugamos a los juegos de azar?
Los juegos de azar parecen económicamente irracionales. Por esta razón, la lotería se ha convertido en tema de interés para sociólogos y economistas. La Lotería Nacional es el sorteo que mayor porcentaje de la recaudación destina a premios, un 70%. El resto de juegos de azar dedica entre el 50% y el 55%. Así pues, por cada euro que invirtamos en estos juegos, el retorno esperado oscilará entre 0,50 y 0,70 euros, según la cantidad destinada a premios. Lo probable es perder dinero. Y la probabilidad de obtener el premio “gordo” es ridículamente baja. Es casi veinte veces más probable que te caiga un rayo encima (que ya sería mala suerte) que ganar el primer premio del Euromillón. El Estado es el que gana siempre, pues se queda con el resto. Ante esto, no extraña que el economista británico Sir William Petty se refiriese a los jugadores de azar como “tontos que se engañan a sí mismos, personas que tienen excesiva confianza en su propia suerte”, y el matemático y filósofo Vilfredo Pareto se refiriese a la lotería como un “residuo de la racionalidad humana”. Sin embargo, para muchas personas un premio de la lotería supone la única posibilidad real de llevar una vida más desahogada o de permitirse lujos que de otro modo nunca podrían tener. De hecho, la sola existencia de la lotería hace que dicha ilusión siempre exista. Para muchas personas jugar es una estrategia racional, pues valoran más (les satisface más) una ínfima probabilidad de quitarse la hipoteca de encima que 2 o 20 euros en el bolsillo. Roberto Garvía, plantea en un estudio que “jugamos por afición, por el hecho de pensar o imaginar qué es lo que haríamos con el dinero en caso de ganar, porque es divertido. Hay mucha gente que juega por “si acaso” y para evitar el arrepentimiento en caso de que toque a algún conocido y no a uno.
Si desde el punto de vista individual, jugar a la lotería no es tan irracional después de todo, tampoco lo es desde el punto de vista colectivo. Las loterías podrían ser usadas para incrementar de una manera eficiente y equitativa el nivel de las aportaciones privadas al Estado. Para explicarlo, hay que revisar cómo recauda el Estado los fondos que necesita para proveer servicios públicos: la mayor parte de ellos se financia a través de los impuestos recaudados, pero su recaudación genera ineficiencias y resistencias, y su imposición los hace proclives a la evasión fiscal. Por otro lado, la donación voluntaria siempre es inferior a la óptima desde el punto de vista del bienestar general. A través de las loterías se pueden recaudar voluntariamente más fondos públicos de los que se lograría a través de la vía impositiva y de las donaciones voluntarias.
Las loterías serían impositivamente eficientes ya que sería una forma más neutral y menos dolorosa (menos insatisfactorio) de recaudar fondos públicos, la recaudación sería superior a la impuesta y más cercana a la óptima para el bienestar general, y la satisfacción general aumentaría. Aun así, para lograr que las loterías fuesen no solo eficientes sino equitativas los individuos con mayor riqueza deberían recibir un premio menor y los de menor riqueza uno mayor. De esta forma se lograría que las loterías se comportasen como subsidios que no deben financiarse a través de impuestos confiscatorios. Los menos afortunados recibirían como subsidio un premio superior y los más acomodados no se verían obligados a sufragar los subsidios con impuestos confiscatorios, como ocurre ahora, sino a través de las aportaciones voluntarias a las loterías, mejorando de esta forma el bienestar general. ¿Cómo se lograría entonces que los premios de las loterías fuesen diferentes según la riqueza del ganador? En la actualidad en España están exentos de tributación en el Impuesto sobre la Renta los premios de 2.500 euros o inferiores, y se somete a tributación el exceso de los 2.500 euros con tipo impositivo del 20%. Es decir, el tipo impositivo es el mismo cualquiera que sea el premio (por encima de 2.500 euros) y quienquiera que lo reciba (un desempleado sin ingresos o un multimillonario). Una solución sería que el premio recibido, aunque fuese igual para todo el mundo, tributase en el Impuesto sobre la Renta no a un tipo impositivo fijo (20%), sino al tipo marginal del afortunado ganador (antes de incluir los ingresos del premio). De esta forma, una persona sin ingresos no tributaría nada por recibir un premio y, por ejemplo, el Sr. Botín pagaría el 52% (el tipo marginal máximo). De esta forma el premio neto sería superior cuanto menor fuese la renta del ganador.
Así que, después de todo, los juegos de azar no solo no son irracionales del todo, sino que se pueden convertir en un instrumento para elevar voluntariamente los ingresos públicos de una forma eficiente y equitativa. ¡Quién lo hubiera dicho!