Artículo publicado por José Alberto León en el número de noviembre de 2018 de La Gaveta Económica.
¿Qué se puede hacer para reducir la creciente desigualdad en la distribución de la renta? Como medida a largo plazo la literatura económica es contundente: no hay inversión con un mayor impacto para mejorar la igualdad de oportunidades y reducir la desigualdad que la educación en primera infancia (de 0 a 3 años) de los niños de familias con renta reducida. ¿Por qué? Primero, mejora la educación de los niños de familias desfavorecidas, algo que redunda en el acceso futuro a mejores puestos de trabajo con mayores ingresos. Segundo, facilita la conciliación de la vida familiar y laboral permitiendo que los padres (especialmente las mujeres) no se vean obligados a elegir entre su carrera profesional o el cuidado de sus hijos, al carecer de fondos suficientes para pagar guarderías privadas. Y tercero, fomenta el incremento de la natalidad, lo que a largo plazo contribuirá a pagar las pensiones. El ciudadano con bajos ingresos necesita guarderías públicas para seguir trabajando una vez tiene un hijo y no deducciones en el IRPF que de nada sirven.
La Comisión Europea concluía en una Comunicación que la educación infantil es la que produce el mayor rendimiento en cuanto a adaptación social de los niños. Los Estados Miembros deberían invertir más en la educación infantil como medio eficaz para sentar las bases del aprendizaje posterior, prevenir el abandono escolar e incrementar la igualdad en los resultados y en los niveles globales de competencia. Resulta a la vez más eficaz y más equitativo invertir en educación en etapas tempranas: corregir los fracasos más tarde no solamente es poco equitativo, sino comparativamente mucho menos eficaz. Esta idea no es nueva: los niños y niñas de familias con bajo nivel de ingresos, procedentes de minorías étnicas, de familias inmigrantes o monoparentales rinden peor en la escuela y, como consecuencia, existe el riesgo de que disminuyan sus oportunidades de éxito en su futura vida profesional.
El informe de la OIT “Un buen comienzo: La educación y los educadores de la primera infancia”, examina datos que demuestran que la educación de la primera infancia es una estrategia rentable para prevenir o corregir los retrasos en la capacidad de aprendizaje y las desventajas derivadas de la pobreza y las condiciones socioeconómicas desfavorables. El informe mantiene en particular que la inversión en educación de la primera infancia debería considerarse como un bien público con mayores índices de rendimiento que las intervenciones dirigidas a niños de más edad. Asimismo, investigaciones realizadas en 16 países de América Latina muestran que el período de vida entre la concepción y los seis años de edad, especialmente entre 0 y 3 años, es el más crítico en el proceso de transmisión intergeneracional de la pobreza. Durante esos años es mayor la vulnerabilidad a los efectos nefastos de la pobreza. Por otro lado, el impacto de las intervenciones para romper el ciclo reproductivo es, en esta fase, más efectivo que en otras etapas de la vida. La inversión en políticas sociales para niños en esta etapa parece tener alta rentabilidad, no sólo en términos de reducción de gastos sociales futuros como la repetición escolar, abandono escolar, salud, red de protección social, seguridad pública, atención a infractores dentro del sistema penal, sino en términos de la riqueza que un individuo con oportunidad de desarrollarse física, intelectual, social, emocional y éticamente puede producir en el futuro. Estos beneficios se proyectan, incluso, en el rendimiento educativo posterior, como se deriva de los resultados de las pruebas PISA, que muestran que la escolarización temprana tiene un impacto positivo sobre el rendimiento en las competencias educativas, y dejan constancia de este impacto por clase social de pertenencia del alumno. El sistema educativo no garantiza los derechos educativos de los más pequeños ni fomenta la igualdad de oportunidades, ya que la población de extracción social más humilde y con mayores dificultades socioeconómicas, la que más podría beneficiarse de la educación a edad temprana, tiene menos probabilidades de acceso, pues no puede pagar la escolarización en primera instancia.
En España, la educación infantil constituye el primer nivel del sistema educativo y se configura como una etapa educativa con identidad propia que atiende a niños desde su nacimiento hasta los 6 años de edad. A pesar de ser una etapa no obligatoria, posee carácter educativo con un desarrollo estructural y curricular propio. Se organiza en dos ciclos de tres cursos escolares cada uno: el primero hasta los 3 años de edad, y el segundo desde los 3 hasta los 6 años. El segundo ciclo es gratuito, tanto en los centros públicos como en los centros concertados, mientras que las administraciones educativas promueven el incremento progresivo de la oferta de plazas públicas en el primer ciclo, que no tiene carácter gratuito. Apenas el 35% de los niños españoles en el primer ciclo infantil (menos de tres años) está escolarizado. Este porcentaje desciende en Canarias hasta el 14%, y luego nos extraña nuestro alto índice de fracaso escolar y los malos resultados en PISA. La educación infantil pública se planifica a través de los gobiernos autonómicos y locales, y existe una enorme brecha entre la oferta de plazas públicas y privadas en centros de educación infantil y el volumen real y potencial de usuarios.
Como medida de lucha contra la desigualdad social, debería instaurarse paulatinamente en España el derecho a la escolarización antes de los tres años, de tal modo que los padres pudieran ejercerlo a voluntad. Con el fin de que el ejercicio de este derecho fuese financieramente asumible, se podría instaurar por fases. Siguiendo el modelo sueco, el derecho a la educación escolar temprana existiría desde que el niño cumpliese un año de edad aunque seguiría sin ser obligatorio. En una primera fase, su gratuidad estaría reservada para aquellas familias en riesgo de exclusión (alrededor de un 30%) y el resto asumirían el coste de su plaza, mientras que en una segunda fase la gratuidad se extendería al conjunto de la población. La mejor fórmula de implantación sería los convenios con centros escolares preexistentes, tanto públicos como privados, utilizando parte de las infraestructuras educativas que comienzan a quedar infrautilizadas a raíz del descenso de la natalidad. El coste anual de esta primera fase en toda España ascendería a unos 750 millones de euros, y en Canarias a apenas 40 millones de euros, más o menos lo que nos cuesta la televisión autonómica. Pero está claro que las prioridades son otras.