Apuntes para el debate.-

Artículo publicado por José Miguel González Hernández  en el número de noviembre de La Gaveta Económica.

La división territorial de un Estado necesita del establecimiento de los centros de decisión con identidad propia. Así otorgaría a un territorio concreto una vitalidad e impulso socioeconómico que le colocaría a un nivel organizativo superior.  Con lo que le permitiría afrontar los procesos de integración con su entorno, con mayor probabilidad de éxito sin que se polaricen sus vicisitudes, dado que la división diseccionaría preferencias incrementando la complicación de su consecución a la hora de poder satisfacerlas. No obstante, pudiera parecer absurdo mantener límites regionales cuando la organización que rige dichas zonas carece de identidad propia y de la dimensión que exige la gestión moderna de la cosa pública por varias razones como sería la despoblación, la falta de mercado o una insuficiencia de elementos económicos necesarios.

Ahora bien, la homogeneidad, que ofrece justicia a la hora de exigir obligaciones y delegar derechos y responsabilidades que, en definitiva, añade igualdad y seguridad jurídica para la ciudadanía, incorpora situaciones inadecuadas. Esto se debe a que no se logra identificar y abastecer todas las preferencias declaradas, porque la sociedad actual requiere de extensas redes y múltiples sistemas de prestación de bienes y servicios, tanto públicos como privados. Una de las características es que, generalmente, su ámbito es translocal, porque las estructuras de dichas redes traspasan en muchos casos el término y penetran en el de otros, generando efectos, ya sean positivos o negativos. De ahí que son necesarios tenerlos en cuenta con el objeto de saber quién debe afrontar los beneficios o los costes, respectivamente.

Añadiendo pragmatismo, la delimitación de las regiones, más allá de un reconocimiento de derechos históricos y sociales, tienen relación con el poder tributario, al nacer del hecho que se permita a las corporaciones zonales establecer y exigir sus propios tributos con arreglo a la normativa suprema y al resto de las leyes, con el objeto de tener acceso a una financiación pública. Esto permite una correcta provisión de determinados bienes y servicios. Pero este hecho, aunque parezca que pueda tener su lado negativo por el posible atentado al principio de igualdad, por la variedad impositiva que se podría derivar de la libertad que se concede o por la atribución de una competencia discrecional, podría ser un antídoto en contra de la homogeneización de comportamientos, pudiendo ser posible la separabilidad de preferencias y así articular un sistema determinado sobre cada una de ellas.

El hecho de que determinados territorios estén exentos legalmente de la obligación de prestar una serie de servicios determinados no implica que no pueda existir una demanda por parte de la ciudadanía dispuesta a pagar el coste real del servicio mediante impuestos, ni implica tampoco que una administración pública superior se hará cargo de la prestación y financiación de servicios de administraciones de menor nivel. El asunto se centra en que hay personas que lo demandan y por eso hay que gestionar una viabilidad determinada con el objeto de satisfacerles, sea el nivel que sea quien lo lleve a cabo.

Por ello, un sistema de financiación basado en la autonomía no garantiza por si solo que cualquier gobierno puede ofrecer el nivel de servicios que ofrecen las demás regiones incluso si todos ellos realizan el mismo esfuerzo fiscal. De hecho, una subvención de compensación que se enfoca de acuerdo con la capacidad y esfuerzo fiscal pudiera agudizar el proceso de inequidad, dado que pueden existir zonas deprimidas que posean, por una razón u otra, un bajo esfuerzo fiscal y no por ello debería recibir menos compensaciones. ¿Y a qué nos lleva tal razonamiento? A que hay que cuantificar el volumen de recursos que se considera necesario para cada uno de los niveles de la administración pública, y más cuando se pretende cohesionar económica y socialmente a la sociedad. Paralelamente habría que concretar cómo se define la demanda o el nivel de necesidades de cada servicio en cada región con una base de infraestructura estadística y contable. Tras evaluar el volumen de recursos, habría que conformar la capacidad fiscal, la cual podría ser estudiada mediante la diferencia entre el volumen de recursos disponibles y la recaudación potencial.

En definitiva, el sistema tiene como finalidad el poner fin a la discriminación que sufre la ciudadanía en lugares donde se carece de la capacidad administrativa y financiera suficiente para prestar los servicios mínimos. Por ello, es necesario facultar el poder regular sus fuentes tributarias, así como modificar los criterios de distribución. La autonomía financiera es la concreción del principio de autonomía en el ámbito económico y fiscal. De hecho, sin autonomía financiera no hay autonomía de gestión y, mucho menos, política.

 

José Miguel González Hernández

Director de Consultoría

Corporación 5

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