Artículo publicado por José Miguel González Hernández en el número de julio de La Gaveta Económica.
En condiciones normales, las modificaciones en el entorno institucional se deben fundamentar en el desarrollo del potencial endógeno, ofreciendo facilidades a la aparición de unidades económicas de especialización flexible con carácter mínimo eficiente dirigidas hacia una maximización de la rentabilidad. Con ello se evitaría la polarización de la actividad económica ante procesos de creciente competencia, con el objeto de que las zonas deprimidas se saneen y así evitar el agudizamiento de su situación. Sobre la base de este modelo se ha de conformar un sistema fiscal que pretenda proveer, de forma suficiente y solidaria, una batería de bienes y servicios públicos que originen procesos de inserción social.
No obstante, ahora mismo la situación es extraordinaria. Por ello, cualquier medida tributaria debe alimentarse con fines redistributivos, originando la exigencia de un mismo sacrificio a cada uno de los niveles de gobierno ofreciendo equidad vertical. También se debería establecer el mismo trato a individuos con misma renta originando la equidad horizontal. Para que los procesos fueran eficientes, a la vez que neutrales, cada figura tributaria debe recaer sobre quien se beneficia del servicio. Así y todo, el sistema tributario debería tener una rápida adaptabilidad a las diferentes condiciones del mercado, mostrando una alta elasticidad por ello. En este sentido, el aspecto regional visto desde este prisma es interesante y primordial porque se puede apostar por un esquema de actuación y colaboración sobre la base de la descentralización del poder.
A partir de ahí, con el fin de potenciar los procesos de suficiencia financiera en el seno de los diferentes niveles de la administración pública, habrá que tener en consideración la dimensión de las jurisdicciones, el análisis del origen y destino de los fondos tributarios junto a la correcta identificación de los hechos imponibles y su conformación en bases tributarias. Es claro que cualquier proceso fiscal debe dirigirse hacia la consecución de una autonomía financiera. Ésta se ha de establecer sobre la base de la libertad de decisión para un gobierno en el destino de sus recursos o en la estructuración de sus gastos y en la existencia de cierto poder de decisión sobre el volumen total de ingresos disponibles. También es necesario saber cómo se distribuye entre los contribuyentes la carga tributaria. Paralelamente, la potestad de distanciar en el tiempo el momento de obtención del ingreso respecto al momento que se ordena el gasto, es decir, gasto no simultáneo, es otro apartado importante con el objeto de poner en conocimiento a la generación que debe afrontar el pago. En definitiva, la autonomía financiera depende del grado del poder tributario que un gobierno tiene para decidir el volumen total de ingresos y para distribuir la carga tributaria.
El objetivo principal de un sistema fiscal basado en su descentralización de nivel es la obtención de unas mayores competencias con el objeto de cumplir con sus responsabilidades y derechos, pero no es menos cierto que existe una continuada confusión entre dos importantes dimensiones de dicho sistema fiscal: la financiera como la capacidad de obtención de ingresos y la solidaria en base a la intensidad de la política de redistribución territorial en las transferencias de nivelación para ofrecer unos servicios mínimos.
Sobre la base de la capacidad financiera y el reparto de lo recaudado se erige el concepto de presión fiscal. Ésta está directamente correlacionada con la evolución del Producto Interior Bruto de la región. De esta manera debe aprovecharse el crecimiento económico para así conformar estructuras fiscales adecuadas.
En nuestra historia reciente, en Canarias no solo ha habido periodos donde la presión fiscal se ha incrementado, sino que la brecha diferencial competitiva respecto a la carga tributaria con el resto del Estado ha ido en disminución. Esta afirmación, en principio, no debe tener un significado negativo, puesto que un mayor volumen de recursos fiscales con relación a la renta generada puede ofrecernos un panorama de crecimiento y desarrollo, no sólo de la iniciativa privada, sino respecto a la devolución ineludible de los recursos públicos en forma de bienes y servicios ofrecidos a la población. Pero si analizamos los integrantes de esa evolución podemos comprobar cómo es la imposición indirecta, que afecta al gasto, la que toma el protagonismo, frente a la tendencia de las figuras fiscales directas con su incidencia sobre la renta. Es decir, la progresividad parece que no es la idea fuerza, sino la relativa facilidad para obtener recursos tributarios.
Respecto a la medida concreta de incrementar diferentes impuestos en un contexto de caída del PIB, con el objeto de obtener los recursos económicos suficientes habría que plantear una serie de consideraciones, como sería la de evaluar el impacto que tendrá sobre el consumo y la producción la nueva política impositiva, así como la elasticidad precio de los bienes objeto de tributación, con el objeto de conocer en qué porcentaje debe incrementarse el impuesto con el objeto que el consumo no disminuya en una mayor proporción, puesto que de lo contrario disminuiría la recaudación, siendo justamente el objetivo opuesto al pretendido. Además, hay que conocer los planes de los agentes económicos y sociales para coordinar la actuación pública y privada. En definitiva, la evolución de la fiscalidad debe potenciar la corresponsabilidad fiscal, dado que en la actualidad no está del todo identificada porque se puede saber quién suministra el bien o servicio público, pero no se conoce con exactitud quién lo financia.
Ante esta tesitura y tentación de intentar completar los presupuestos vía ingresos manteniendo el nivel de gasto, hay que recordar que, si la presión fiscal de nuestra región se incrementa sobre la base del gasto sin antes equilibrar la renta generada, podría provocar procesos de polarización social. Por ello, el criterio de equidad debe establecer, o bien la igualación de la capacidad de gasto por habitante, o la distribución justa de los recursos que exige la garantía de un determinado nivel de cobertura de los servicios públicos para todos los usuarios. Hay que decidir, en todo proceso político de toma de decisiones saber qué se desea hacer con los fondos públicos recaudados, o bien proveer sólo desarrollo o bien sólo equiparar rentas o bien compensarlas. Ahora, solo toca elegir.
José Miguel González Hernández
Director de Consultoría
Corporación 5