Artículo publicado por José Alberto León Alonso en Diario de Avisos el 23/09/12.
La reciente manifestación por la independencia catalana ha traído a la actualidad el inacabado debate sobre el encaje de las nacionalidades en España. Aparte del detonante actual, lo cierto es que se ha llegado a un punto en el que todos ganaríamos en paz y tranquilidad si zanjáramos el debate a través del método democrático: votando. No importa lo absurdo que nos parezca a algunos, si la mayoría de los catalanes no están a gusto con nosotros, no debería ser un problema dejarlos marchar. Que les vaya bonito. Como ocurre en una pareja, cuando nos pasamos el día discutiendo por dinero e incomprensiones mutuas hasta que la vida en común no produce más que hartazgo, probablemente ha llegado el momento de divorciarse.
¿Cómo sería el divorcio? Una declaración unilateral carecería de validez jurídica y sería inaceptable para España y la mayor parte del mundo (en especial, para la Unión Europea y Estados Unidos), lo que dejaría a Cataluña completamente aislada, por lo que no parece una solución viable. Un proceso consensuado se basa en el precedente de Canadá, que acepta un referéndum de secesión siempre que la pregunta sea clara, se apruebe por mayoría reforzada y se negocie con el Gobierno Federal. Nuestra Constitución no permite la secesión, así que debería ser modificada. Sin embargo, antes que comenzar con el lioso procedimiento de modificación constitucional, habría que averiguar a través de un referéndum si el sentimiento independentista es realmente mayoritario en Cataluña. La pregunta tendría que ser clara. Del tipo: “¿Desea usted que Cataluña se independice de España?”. Nada de subterfugios como “dentro de Europa”, “asociados a” o similares. Si se quieren separar, que lo hagan y luego ya veremos nosotros si queremos asociarnos con quien no nos quiere… Que va a ser que no. La mayoría debería también ser clara pues, de otro modo, los derrotados querrían volver a votar lo antes posible, mientras que un resultado contundente les obligaría a aceptar la derrota. Las mayorías reforzadas en nuestra Constitución se establecen en 3/5 o 2/3 de los votos afirmativos, según el asunto. Así que se debería alcanzar un 60-66% de los votos afirmativos. Finalmente, la participación debería superar el 50% del censo para que la consulta fuese representativa.
De obtenerse esa mayoría clara tocaría entonces negociar las condiciones de la secesión. La disolución de Checoslovaquia y el derecho internacional nos muestra que la mayor parte de los activos y pasivos federales se dividen en relación a la población, incluyendo las deudas. España cedería la propiedad de sus puertos, aeropuertos, carreteras, líneas ferroviarias y la mayor parte de sus infraestructuras en Cataluña a cambio de que los catalanes se hicieran cargo de las deudas asociadas a ellas y de la parte alícuota de la deuda común. La población catalana asciende a 7,5 millones de personas (un 16% de la española), así que el reparto de los activos y pasivos se establecería en torno a un ratio de 5/6 para España y 1/6 para Cataluña, pero la negociación del reparto se vería trufada de escollos y tensiones. ¿Cómo afectaría todo este embrollo a la economía? Todos saldríamos perdiendo, pero más ellos que nosotros. España perdería una sexta parte de su mercado interior y una región de renta por encima de la media. Sin embargo, el llamado “déficit fiscal de Cataluña” (lo que aportan por encima de lo que reciben) dista de alcanzar el 9% de su PIB (o 18.000 millones de euros) como afirman los separatistas. Hasta el año 2006 se elaboraban con criterios razonables las balanzas fiscales de las CC.AA. y ese déficit no pasaba del 5-6%, según el año, así que el saldo neto de los recursos que España perdería estaría en torno a 10-12.000 millones de euros, un 1% de nuestro PIB. Perderíamos peso económico y habría que apretarse un poco más el cinturón, pero el día después de la secesión seguiríamos funcionando normalmente.
Cataluña saldría adelante, pero su nivel de vida se reduciría sustancialmente y la transición sería enormemente complicada. Para empezar, nacería con una deuda acumulada (catalogada ya como basura) de unos 160.000 millones de euros (el 80% de su PIB), pero peor aún es que durante un tiempo (entre 1,5 y 3 años) perdería el acceso a los mercados financieros, poniendo en riesgo el pago de nóminas públicas, pensiones y servicios públicos. El nuevo estado debería ajustarse al déficit cero en un solo día, y eso con una seguridad social deficitaria. Además quedaría fuera de la Unión Europea (UE) y del euro, como ha recordado Bruselas, así que perderían los fondos europeos y emitirían su propia moneda, que se depreciaría al menos un 20% respecto al euro, lo que encarecería sus importaciones. Dado que las importaciones suponen el 45% del PIB de Cataluña, el nivel de vida de los catalanes se reduciría en torno al 9% con este solo efecto y, para más inri, las deudas de empresas y ciudadanos con bancos no catalanes seguirían nominadas en euros, de modo que aumentarían un 20% o más en la nueva moneda.
Muchas empresas extranjeras en Cataluña (y son varios miles) abandonarían su territorio para instalarse en otro lugar dentro del paraguas de la UE, para no enfrentarse con aduanas, fronteras y trabas para el comercio ni al riesgo cambiario de la nueva moneda. Las entidades financieras catalanas (La Caixa y Sabadell) quebrarían si mantuvieran su sede social en Cataluña, dado que la totalidad de sus deudas vienen nominadas en euros, así que es probable que trasladaran su sede a España (su mercado natural), llevándose consigo el pago de sus cuantiosos impuestos. Otras grandes empresas no industriales fuertemente endeudadas en euros o con presencia nacional sopesarían la posibilidad de trasladarse a alguna localidad española para mantenerse dentro del euro y fuera de boicots comerciales del resto de España. Nuevas caídas en la recaudación de impuestos y en el empleo. Finalmente, los probables boicots mutuos a los productos de la otra parte afectarían proporcionalmente más a las empresas catalanas (que venden un 25% de sus bienes al resto de España), que a las españolas (que venden únicamente el 2,5% de sus bienes en Cataluña).
Cataluña debería solicitar la entrada en la Unión Europea, donde España, con el posible apoyo de franceses, belgas, italianos y cualquier otro estado con independentistas en su seno, vetaría su entrada durante décadas. Lógico. Si la convivencia no ha sido buena en casa, tampoco lo sería en nuestro club. A la par, Cataluña debería poner en marcha una Hacienda propia, Seguridad Social, Fuerzas Armadas, Asuntos Exteriores, Justicia, Aduanas, etc., con su correspondiente coste. Y entretanto un lío inmenso acerca de la validez de los contratos en euros, la nacionalidad y los derechos de los ciudadanos y la libre circulación de mercancías y personas.
En conclusión, un follón de mil demonios para ningún beneficio y múltiples perjuicios. Pero peor aún sería continuar sine die con un debate estéril que drenase unas energías y esfuerzos que deberían centrarse en la solución de nuestro principal problema: la crisis económica y el desempleo. Si tan deseosos están de abandonarnos, allá ellos. Que les vaya bonito.