Artículo publicado por José Alberto León Alonso en Diario de Avisos el 14/07/13.
Hace algunas semanas el Gobierno ha intentado convencernos de que por fin se va a hacer la imprescindible reforma de las Administraciones Públicas españolas. Todo porque han elaborado un informe. El informe CORA (Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas) radiografía las administraciones y detecta alrededor de doscientas duplicidades administrativas, con las que recomienda acabar.
Este informe aconseja, entre otros, la supresión de determinados organismos cuyas funciones pueden ser asumidas por el Estado, como los tribunales de cuentas, los defensores del pueblo, las agencias de protección de datos de las autonomías, las agencias autonómicas de la energía, las agencias de meteorología, los órganos de inspección de aeropuertos, los institutos de opinión, los institutos o servicios cartográficos y los órganos de defensa de la competencia, entre otros. La mayor parte de las recomendaciones son de puro sentido común, pero su impacto económico no es excesivo, dada la existencia de más de 21.000 entes públicos en España (incluidos Ayuntamientos). El informe calcula un ahorro de 37.700 millones de euros entre el año 2012 y hasta 2015 si se aplicasen las medidas recomendadas, pero estas cifras son enormemente voluntaristas. El verdadero recorte de gasto público superfluo es apenas de 6.500 millones en cuatro años. Es apenas el coste anual de las televisiones autonómicas que, por cierto, no aparecen en la lista de organismos duplicados. ¿Y el resto? Pues 16.300 millones son los supuestos ahorros de tiempo y dinero para los ciudadanos al poner en marcha (¡otra vez!) la administración electrónica. Otros 8.000 millones forman parte de la reforma de la administración local, que ya se está tramitando y veremos en qué acaba. Y finalmente el resto (unos 6.900 millones) dependen de la buena voluntad de las CC.AA. para aplicar las recomendaciones propuestas y, la verdad, no las veo muy por la labor de cerrar sus “chiringuitos” por muy inútiles que sean. Y es que al frente de cada uno de ellos están un buen puñado de los “suyos” y a ver dónde les buscan cobijo, porque muchos no han dado un palo al agua en su vida. Lo cierto es que la mayoría de estos organismos autonómicos y locales redundantes son sitios estupendos para colocar gente que no ha tenido que pasar ningún proceso de selección mínimamente riguroso y, por tanto, son lugares muy adecuados para colocar a la clientela de los partidos políticos, a la que hay que alimentar a toda costa.
Lo lamentable del asunto es que el Estado carece de mecanismos para poner orden en las CC.AA. y en las Administraciones locales. No solo es que existan evidentes dificultades de tipo político para ello, sino que no hay herramientas jurídicas para aplicarla si se vencieran esas dificultades. El problema fundamental es que el informe no cuestiona el modelo de organización territorial y político que ha convertido en ineficiente y caro nuestro sector público. Cuatro niveles de administración son demasiados y no tienen razón de ser hoy en día. Las diputaciones, por ejemplo, gastaron nada menos que 5.382 millones en 2012 pese a sus escasas competencias, y la mitad de sus presupuestos se destinaron a gastos de personal, lo mismo que les sucedió a los municipios canarios con menos de 5.000 habitantes. En buena parte de Europa se han eliminado instituciones intermedias que en España se asemejarían a nuestras diputaciones y cabildos, y se han agrupado los municipios en núcleos poblacionales mayores con el fin de que pudieran aprovechar las economías de escala en la prestación de servicios, y ser capaces así de cumplir su cometido (prestar unos determinados servicios públicos), de una forma eficiente y con un coste lo más ajustado posible. Aquí ni se vislumbra una solución parecida.
El principio de “una competencia, una administración”, esencial para acabar con las duplicidades, es razonable y eficiente pero no aparece por ningún lado en nuestra Constitución. Por el contrario, ésta establece toda una panoplia de competencias compartidas entre el Estado y las CC.AA. y muchas otras “compartibles” si el Estado acepta su delegación, como ha venido haciendo a lo largo de todos estos años. Y existe una terrible falta de cooperación entre las Administraciones, algo básico para aprovechar sinergias y racionalizar tareas y prestaciones. Eso ocurre en parte porque no existen los mecanismos de cooperación necesarios, y en parte porque el entramado institucional se ha desarrollado como una carrera para ver quién ganaba más competencias. Carecemos de una cultura de colaboración.
Seamos serios. La primera reacción de la mayoría de las CCAA declarando que defenderán a capa y espada todos y cada uno de sus chiringuitos públicos es muy ilustrativa. No van a tocarlos. Y es que los organismos públicos que sobran desde el punto de vista de los ciudadanos que los pagan, no sobran desde el punto de vista de la clase política. La única forma de que esta reforma funcione es modificando la Constitución, definiendo un amplio listado de competencias exclusivas e indelegables del Estado, las CC.AA. y los municipios, y obligando a que cada administración se autofinancie con sus propios impuestos, y no viva de las transferencias de lo recaudado por el Estado, como hasta ahora. Para gastar más, deberán recaudarlo entre sus ciudadanos. A ver qué opinan. Si se modificara y aprobara una nueva Constitución, todas las leyes y reglamentos autonómicos y locales que se opusieran al nuevo reparto de competencias quedarían automáticamente derogados, y se acabarían los interminables y continuos pleitos sobre si invades o no mis (compartidas) competencias. Cada administración se ocuparía de lo suyo y exclusivamente de lo suyo, y los ciudadanos sabríamos a quién culpar si los servicios prestados no fueran adecuados. Si quieren una herramienta jurídica para imponer el principio “una competencia, una administración”, ahí la tienen. Pero para hacer una tortilla, hay que romper los huevos. Y no los hay.