Artículo publicado por José Alberto León Alonso en Diario de Avisos el 26/05/13.
Asistimos a un periodo controvertido acerca de la mejor política económica a seguir. Al interminable debate sobre la austeridad o el crecimiento, se ha unido otro sobre la conveniencia de la subida o bajada de impuestos. Lo cierto es que hasta ahora otra política alternativa a la reducción acelerada del déficit no parecía posible. Ni Europa ni los mercados estaban dispuestos a financiar sine die nuestro cuantioso déficit. Si no lo controlábamos, el Banco Central Europeo amenazaba con retirarnos su apoyo y con él huirían los inversores que nos financiaban, condenándonos a la quiebra. El rescate pareció incluso inevitable durante el pasado verano, pero las tensiones para financiar nuestra deuda amainaron y la recaída en la recesión de buena parte de Europa ha abierto la puerta a una política de austeridad más suave.
Así que ahora volvemos a encontrarnos en una encrucijada. ¿Qué debemos hacer? En Europa sería posible estimular el crecimiento con medidas de inversión pública en infraestructuras, al menos un billón de euros en tres o cuatro años, que se financiarían con una política monetaria expansiva por parte del Banco Central Europeo, imprimiendo moneda y desarrollando los planes previstos en infraestructuras energéticas, de transporte y telecomunicaciones. En la actual coyuntura recesiva, esa medida ni siquiera generaría tensiones inflacionistas, como demuestra que en Estados Unidos y Reino Unido, con inyecciones de dinero multimillonarias en los últimos años, la inflación se mueve actualmente entre el 1% y el 2,4%. Pero como torcer la mano a los alemanes parece harto difícil, será mejor pensar qué podemos hacer por nosotros mismos si la ansiada inyección monetaria europea no se produce. Me centraré básicamente en las políticas de demanda (política fiscal y de gastos), que parecen en el centro del debate, dejando para otro día medidas por el lado de la oferta (liberalización, reformas y simplificación). Asumiré que el déficit final está dado (acordado con Europa), así que las propuestas de ingresos y gastos deberán estar equilibradas. Esto es lo que yo haría:
IRPF: 1) Eliminaría el “recargo de solidaridad” (la subida del IRPF del 2012) para las rentas del trabajo. Este impuesto castiga a la clase media asalariada, que supone el soporte fundamental del consumo. Las rentas bajas no tributan por este impuesto (como parece lógico), y las grandes fortunas tienen a su disposición otras posibilidades fiscalmente menos gravosas (sociedades, SICAVS, Fondos, sociedades en el extranjero) para eludir al menos parte de la presión fiscal. El consumo se ha desplomado y es preciso reactivarlo y ninguna medida mejor que dejar el dinero en el bolsillo del contribuyente para que gaste. Esta medida supondría una menor recaudación de unos 4.000 millones de euros y un ahorro medio por contribuyente de unos 225 euros. 2) Eliminaría totalmente la deducción por primera vivienda, incluso para los que actualmente nos beneficiamos (me incluyo) de ella. ¿Por qué? Primero, porque es una medida regresiva, pues son las rentas más altas las que pueden beneficiarse de la máxima deducción con menor esfuerzo, debido a su mayor capacidad adquisitiva. Adicionalmente, los pocos hogares con capacidad adquisitiva están incentivados con una rentabilidad del 15% (el porcentaje de deducción) a destinar buena parte de su renta disponible a reducir sus deudas y no al consumo, lo que no favorece precisamente la actividad económica. Y finalmente, porque en alguna partida hay que ahorrar, y ésta es una de las menos negativas para hacerlo. El ahorro previsto sería de unos 2.250 millones de euros.
IBI. Incrementaría el 55% los tipos del Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI). El IBI grava los terrenos e inmuebles localizados en el municipio que recauda el tributo. La imposición sobre los inmuebles en España es muy reducida. Apenas asciende al 0,9% del PIB, cuando en Dinamarca es del 1,4%, en Reino Unido del 1,5%, en Francia del 2,6%, y en Estados Unidos del 6,9%. Sería una medida equitativa porque los que tienen mayor capacidad de pago suelen tener más patrimonio inmobiliario. Y eficiente por la inelasticidad de la propiedad inmobiliaria: a corto plazo la cantidad de inmuebles viene dada y no puede variar, así que no se reduciría su “consumo” ni la recaudación. Y, lo que es más importante, no se puede sacar del país ni ocultar, como otros activos, pues está inventariado en nuestro catastro. Esta medida permitiría recaudar unos 5.500 millones de euros, que el Estado deduciría de las transferencias a los municipios. El incremento medio de los impuestos sobre los inmuebles sería de 110 euros, solo que repartidos de una forma más eficiente y justa que hasta ahora.
Cotizaciones a la seguridad social. Reduciría 2 p.p. las cotizaciones sociales a cargo del trabajador. Así, un trabajador con el sueldo mediano de 19.000 euros brutos anuales ganaría unos 380 euros anuales netos más que ahora (más dinero para el consumo), y se reduciría el impuesto sobre el trabajo, de modo que, como muestra la teoría económica, toda reducción de impuestos sobre la oferta o la demanda de trabajo reduciría su coste y supondría un aumento de la cantidad de trabajo contratada, es decir, un incremento en el empleo, que falta nos hace. Esta medida supondría una menor recaudación de unos 5.000 millones de euros.
Subvenciones a la contratación. Eliminaría las distintas bonificaciones y subvenciones a la contratación laboral, así como las de fomento del empleo agrario (antiguo PER). Multitud de estudios que han analizado el impacto de las subvenciones y bonificaciones sobre la contratación demuestran que históricamente han tenido escaso éxito. Mientras dura la bonificación se contratan más o menos personas del colectivo primado y la mayor parte de los puestos de trabajo se pierden una vez finalizan los incentivos. Así que o se mantienen para siempre o no tienen efecto duradero, pero si se mantienen indefinidamente acaban por distorsionar una eficiente asignación de los recursos, destinando los siempre escasos fondos a actividades improductivas. El mejor ejemplo es el de las ayudas al carbón, que se ha tragado 24.000 millones de euros desde 1990 para nunca ser rentable. Mejor eliminamos todas las subvenciones específicas y que se beneficien como todos de la reducción general de las cotizaciones sociales. Esta medida supondría un ahorro de 1.250 millones de euros.
En definitiva, manteniendo el control del déficit público una política fiscal diferente (una que reduzca los impuestos sobre el trabajo y sus rentas e incremente los impuestos sobre los inmuebles) generaría incentivos en favor del empleo y el consumo, y lograría una tributación más equitativa al reducir la presión fiscal sobre los asalariados que ahora sostienen el edificio tributario y traspasaría parte de la carga a los poseedores de patrimonio inmobiliario, algunos de los cuales ahora la esquivan. No estaría mal.