Artículo publicado por José Alberto León Alonso en El Día el 03/01/16.
Las últimas elecciones generales han deparado un parlamento muy fragmentado, con los peores resultados de la historia democrática reciente para los dos principales partidos, que apenas suman el 51% de los votos, el mismo porcentaje de votos que suma la izquierda y de escaños que suma la derecha. Así pues, nada de mandato claro de las urnas, sino un país dividido en bloques. Con este panorama, la gobernabilidad del país ha saltado por los aires y la incertidumbre acecha nuestro futuro.
A corto plazo, no parece que la inestabilidad o el Gobierno débil que se avecina vayan a provocar un castigo contundente de los mercados, puesto que España sigue bajo el paraguas de las compras de deuda soberana del Banco Central Europeo. Adicionalmente, el que los Presupuestos para el próximo ejercicio estén ya aprobados ofrecen algo de tranquilidad entre las sombras políticas, y no lo enturbia por ahora el hecho de que Bruselas haya pedido un recorte adicional de 10.000 millones de euros en 2016. Aunque a corto plazo algunas inversiones se queden a la espera de la evolución de los acontecimientos políticos, España no sufrirá consecuencias económicas significativas, pues los inversores que vaticinaban la incertidumbre política actual ya salieron del país durante 2015. En los diez primeros meses de ese año, de enero a octubre, los extranjeros sacaron de España 41.400 millones de euros, frente a los 17.100 millones repatriados en el mismo periodo de 2014. Hasta que no se aclare el panorama político, los inversores no arriesgarán más dinero en España y congelarán sus inversiones, pero tampoco asistiremos a una desbandada.
Sin embargo, durante 2016, el sector público y el sector privado español deben renovar 400.000 millones de euros en los mercados, además de la nueva deuda necesaria para cubrir déficits, así que cualquier merma en la confianza que se ha ganado España es peligrosa. De no resultar elegido en los próximos meses un gobierno, cualquier gobierno, y convocarse nuevas elecciones, esta situación de calma tensa puede dar paso a la tempestad. Las nuevas elecciones se celebrarían en mayo y podrían despejar el panorama político con unos resultados más proclives a la gobernabilidad…o no. En el mejor de los casos (se forja una alianza de gobierno) España estaría con un gobierno en funciones hasta casi el mes de agosto, y en el peor (no hay acuerdo y se convocan nuevas elecciones) hasta finales de año, y el país no puede estar medio año o un año completo con un gobierno en funciones al mando, sin legitimidad ni poder legal para tomar más decisiones que las rutinarias.
Ante esta situación sólo cabe el sentido común y los pactos sensatos para alcanzar la gobernabilidad deseada pero, lamentablemente, nada en nuestra tradición política ni en nuestro talante como pueblo indica que la negociación vaya a primar sobre la confrontación. Da la sensación de que nuestros partidos políticos no tienen ni idea de cómo forjar pactos. No habían pasado sino unas horas tras conocerse los resultados electorales cuando todos nuestros políticos cantaban victoria, escogían o rechazaban pareja de baile y señalaban una multitud de líneas rojas, naranjas, azules o moradas. En España no existe cultura de pactos, sino de enfrentamiento, y en la última campaña electoral, incluso de insultos. En casi todos los países europeos, las mayorías absolutas son la excepción y no la norma, y los gobiernos de coalición son habituales tanto entre partidos más o menos afines como entre partidos rivales cuando la aritmética lo impone. Para garantizar que el gobierno que se forma sea estable, los partidos que se coaligan se comprometen a adoptar un número concreto de medidas, negociando cada una de ellas hasta el detalle más extremo en documentos que ocupan centenares de páginas, y alcanzando consensos básicos sobre las leyes más importantes. Este consenso garantiza que la mayor parte de ellas seguirán vigentes en lo esencial cuando se produzcan nuevas elecciones y un cambio de gobierno. Así avanzan los países.
En España en cambio, no se habla lo más mínimo de políticas concretas, sino de grandes debates ideológicos vacíos o ni siquiera de eso, pues nuestros partidos y sus líderes se muestran más interesados en sus intereses partidarios o, incluso, personales, que en el interés general del país. Cuando nuestros partidos tienen los votos suficientes, aprueban las leyes que les gustan sin realizar el menor esfuerzo de consenso, de modo que esas leyes son rápidamente derogadas o modificadas cuando el partido rival alcanza el poder. Así nuestro Parlamento se atasca modificando una y otra vez las mismas leyes sin que permanezcan vigentes el tiempo suficiente para comprobar su eficacia o falta de ella. Las numerosas leyes de educación y laborales, pero no solo ellas, son el mejor ejemplo de esta política, y el resultado es que con el transcurrir de los años tenemos el peor sistema educativo y laboral de los países desarrollados. Y España se estanca debatiendo interminablemente sobre ideología abstracta en lugar de políticas concretas y sus resultados.
Desconozco si se alcanzará un pacto de gobierno o nos veremos abocados a nuevas elecciones, pero del tono de las declaraciones y de la ausencia de debate programático se deduce que no, ya que los partidos parecen seguir en campaña. Posibilidades hay, y el PSOE está en el centro de todas ellas, de ahí su desgarro interno. Puede pactar y cogobernar de forma más estable (con el PP) o inestable (con Ciudadanos o Podemos), o puede dejar gobernar al PP, pero debe aclararse. Intuyo que únicamente un recrudecimiento del desafío catalán podría forzar algún tipo de acuerdo, pero la mediocridad general de nuestra clase política me temo que lo haría inestable y destinado al fracaso más temprano que tarde.
Es nuestro sino. Históricamente en España, con la excepción de la Transición, en las situaciones de crisis suben al poder los incapaces. Ya en 1936 se quejaba Azaña de “la República de los imbéciles” y así nos fue.