Artículo publicado por José Alberto León Alonso en Diario de Avisos el 06/07/14.
En el libro “Por qué fracasan las naciones”, de Acemoglu y Robinson, los autores concluyen que los países crecen económicamente si son capaces de crear “instituciones bien diseñadas que, en lo político, garanticen la participación y el pluralismo.” De otra manera acaban estancándose, de ahí la importancia económica del análisis de las instituciones. Hace tiempo que las voces que reclaman regeneración y cambios en el sistema político se han convertido en mayoritarias en España. La ciudadanía siente que los partidos políticos gobiernan para sí mismos y no para los ciudadanos.
Y ese clamor comienza a calar en las cúpulas de los partidos más representativos. El Presidente del Gobierno señalaba hace unos días que era momento de dialogar en torno a determinadas cuestiones como la elección directa del Alcalde, aunque ese repentino interés por la regeneración democrática de los municipios no escapa a sospechas de que lo que en realidad teme es que su partido sufra coaliciones en contra que lo desalojen de buena parte de las alcaldías que controla.
Aun recelando de sus ocultas intenciones, no rechazaría una buena idea solo porque pudiera beneficiar a un partido u otro, pues lo primordial es que beneficie al ciudadano. Y al fin y al cabo, tanto el PP, como el PSOE, como UPyD han apoyado en sus programas electorales la elección directa de los alcaldes en un momento dado u otro. ¿Por qué creo que la elección directa de Alcaldes es una buena idea?
En primer lugar, porque propicia un quebrantamiento del monopolio ejercido por los partidos a la hora de imponer a sus candidatos, y permite la recuperación, por parte de la ciudadanía, de espacios libres del influjo partidario, reforzando el poder del ciudadano.
Segundo, elimina la escasa transparencia de los pactos electorales, o mejor post-electorales, que dejan a muchos ciudadanos con la sensación de que los partidos alcanzan acuerdos al margen de la voluntad de los electores.
Tercero, refuerza la legitimidad de los Alcaldes, que responderán a la voluntad mayoritaria de los electores y no de los partidos que lo “colocan” en su lista, permitiéndoles liderar la gestión de sus municipios sin cortapisas partidarias.
Cuarto, acaba con el transfuguismo, pues elimina la posibilidad de que los tránsfugas determinen cambios en la alcaldía, al eliminar las mociones de censura, ya que el Alcalde ha sido elegido por el pueblo y no por los concejales, y solo el pueblo puede destituirlo.
Un buen puñado de razones, como ven. Otra cosa es cómo se implemente esta medida. De la propuesta del PP parece intuirse que se trata de que “gobierne la lista más votada”, esto es un cambio de un sistema proporcional a uno con “bonus de mayoría”, otorgando más concejales a la lista más votada para que pueda gobernar sin coaliciones. Si esa es la propuesta, no me parece una gran mejora respecto al actual sistema, pues se podría lograr una alcaldía con un porcentaje minoritario de votos… igual que ahora. En realidad, para que una propuesta de elección directa del alcalde sea un instrumento de regeneración democrática, tiene que ir ligada a otros importantes cambios de las instituciones municipales. En su programa electoral de 2011, UPyD proponía una reforma integral con votación a doble vuelta para lograr un sistema de elección directa que realmente resulte transparente y legitime al alcalde. De esta forma, si ningún candidato tiene en la primera más del 50% de los votos, habría que hacer una segunda vuelta entre los candidatos más votados, eliminando a los que no hubiesen conseguido en la primera un porcentaje relevante de los votos. Un efecto similar al de la doble vuelta sería factible con el voto preferente a una sola vuelta, por el que los electores en su papeleta ordenan por orden de preferencia a los candidatos a Alcalde, y los votos a los candidatos menos votados se otorgan en segunda instancia a aquel de los “finalistas” mejor situado en las preferencias de sus votantes. Asimismo, como en todo sistema presidencialista que otorga un gran poder al vencedor habría que limitar a dos el número máximo de mandatos. El punto crucial sería redistribuir las competencias entre el Alcalde y el Pleno de la Corporación, para evitar la inestabilidad y parálisis institucional cuando no coincidieran ambos órganos municipales. La función ejecutiva correspondería únicamente al Alcalde, y las funciones normativas, presupuestarias y de control al Pleno municipal.
Ya en 2001, Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional, en su obra “La elección directa de los alcaldes” la consideraba plenamente constitucional, pues ésta en su artículo 140 contempla la elección directa del Alcalde por los vecinos. Sin embargo concluía que el cambio de legitimidad democrática del Alcalde requeriría modular su posición en el seno del Ayuntamiento de manera que se deslindaran dos bloques funcionales, uno de control y de impulso político y el segundo de gobierno, ejecución y gestión. Igualmente, por coherencia con la filosofía política de elección directa del Alcalde, el Pleno no debería poder desposeer de su cargo al titular de un órgano que no ha elegido, por lo que se debería suprimir la moción de censura y la de confianza.
En la práctica, los ciudadanos en sus elecciones locales contarían con dos urnas, una para elegir al Alcalde y otra para los concejales. Sería así posible que varios partidos o agrupaciones de electores apoyasen a un mismo candidato a Alcalde, transparentando las posibles coaliciones “antes” de las elecciones, y no después con las componendas de prebendas habituales. El candidato a alcalde debería obtener más del 50% de los votos para ser elegido, celebrando si fuese necesario una segunda vuelta para ello, o utilizando el voto preferente para evitar la segunda vuelta. Sería más democrático y representativo, puesto que efectivamente gobernaría el regidor que los ciudadanos hubieran elegido directamente, haciendo efectiva la elección real del ciudadano y no oscuros pactos post-electorales. No es mala idea eliminar intermediarios (los partidos) entre la voluntad de los ciudadanos y sus representantes. Finalmente, el Alcalde elegido democráticamente y de forma directa por el pueblo debería poder elegir libremente a los miembros de su gobierno, sin verse constreñido como ahora a elegir sólo entre los concejales electos. Los concejales ejercerían el control político y el Alcalde y su equipo, no necesariamente políticos profesionales, gestionarían la ciudad. Sería un soplo de aire fresco, libre del juego partidario, y el mayor cambio en nuestro sistema de representación político desde la aprobación de la Constitución, en 1978. Un cambio de este calado debe hacerse con amplio consenso, pero no lo desechemos rápidamente por intereses electoralistas de corto plazo. Así no cambiaremos nunca nada.