Artículo publicado por José Alberto León Alonso el 22/09/13 en Diario de Avisos.
Cinco años después de que el colapso de Lehman Brothers desatara la mayor crisis financiera global desde la Gran Depresión, nada parece haberse solucionado de forma efectiva. Sectores bancarios sobredimensionados han hecho añicos las economías de Irlanda, Islandia y Chipre. Los bancos en Italia, España y otras partes no prestan lo suficiente, mientras en otros países vuelven a prestar demasiado. El auge del crédito en China es un fiasco. La recuperación económica ha avanzado mucho más lentamente de lo que cualquiera hubiera podido esperar, y en algunos países, como España, apenas se atisba. ¿Por qué hemos logrado tan pocos avances?
En resumen, el mundo aún no ha resuelto el motivo fundamental de la crisis financiera: el exceso de deuda. Es llamativa la incapacidad para entender que la elevada carga de la deuda, que aumentó incesantemente durante varias décadas –aún más en el sector privado que en el público– es una importante amenaza para la estabilidad económica. La deuda puede impulsar ciclos de sobreinversión, como demuestran los booms inmobiliarios irlandés y español, así como bonanzas y caídas súbitas en el precio de los activos existentes. En los buenos tiempos, el aumento del endeudamiento puede llevar a la sensación de que los problemas subyacentes desaparecen. Pero en la caída post-crisis, las deudas acumuladas tienen un poderoso efecto depresivo, porque las empresas y los consumidores excesivamente endeudados limitan la inversión y el consumo para pagar sus deudas. Las décadas perdidas en Japón después de 1990 fueron consecuencia directa e inevitable del endeudamiento excesivo acumulado durante la década de 1980, y aún hoy sigue siendo el país más endeudado del mundo. Los niveles de endeudamiento público y privado deben ser tratados como variables económicas cruciales. Ignorarlos antes de la crisis fue un enorme error de la política económica, por el que los ciudadanos de muchos países han sufrido intensamente. Todos los desequilibrios que condujeron al desastre siguen ahí. La deuda mundial ha crecido más de un 30% desde el inicio de la crisis (¡en solo cinco años!) y las burbujas en peligro de estallar abruptamente, como la de las naciones emergentes, se multiplican. El estallido de una nueva crisis financiera parece sólo una cuestión de tiempo.
Lo cierto es que, cinco años después de la crisis, las economías occidentales sigan dependiendo abrumadoramente de los bancos centrales para evitar unos resultados económicos aún peores. La adicción al dinero abundante y barato, que se refuerza con tipos más bajos y mayor expansión monetaria con cada minicrisis es cada vez mayor. Pero convendría recordar que las medidas extraordinarias y la “barra libre” de liquidez, ahora en funcionamiento, son temporales. Un elevado número de entidades financieras americanas, europeas y españolas parecen haberlo olvidado.
Esto da lugar a dos preguntas. La primera es cómo salir del actual exceso, tanto de deuda privada como pública. No hay alternativas fáciles. Pagar simultáneamente la deuda privada y la pública deprime el crecimiento. El rápido ajuste presupuestario puede resultar contraproducente. Pero contrarrestar la austeridad fiscal con políticas monetarias de dinero abundante y barato plantea el riesgo de alimentar un resurgimiento del endeudamiento privado en las economías avanzadas y ya ha producido el peligroso desbordamiento hacia el endeudamiento de las economías emergentes, que ahora intenta corregirse y ya veremos cómo acaba, porque la burbuja china ha crecido hasta proporciones colosales. Es necesario aceptar los hechos. Resulta obvio que Grecia no puede pagar toda su deuda y tendrá que incurrir en impago y en una nueva reestructuración. Pero también debiera ser obvio que Japón nunca será capaz de generar un superávit fiscal lo suficientemente grande como para pagar su gigantesca deuda gubernamental. Algún tipo de combinación de reestructuración de la deuda y de reducción de su valor real generando inflación resultará inevitable en algunos países. Nada se ha avanzado en este sentido.
La segunda cuestión es cómo limitar en el futuro el crecimiento financiado con deuda. Es necesaria una política de largo plazo que combine reservas de capital anticíclicas para los grandes bancos que los obligue a guardar unas reservas en las épocas de bonanza; unos mayores requerimientos de liquidez en el sistema financiero en todo momento; control de los incentivos que tienen los directivos bancarios hacia las ganancias especulativas fáciles y rápidas; y restricciones a los prestatarios directos, como límites a los créditos en plazo y cuantía de los préstamos para la vivienda y los inmuebles comerciales. El libre mercado en las finanzas puede generar niveles peligrosos de endeudamiento y ha generado ya una de las mayores crisis de nuestra historia. Si no asumimos ese hecho no habremos aprendido la lección más importante de la crisis de 2008. Y se echa en falta una renovación profunda y socialmente responsable de los principales causantes de la crisis. Si queremos bancos más seguros y más saludables, no se les puede exigir otra cosa que reducir su dependencia de su endeudamiento, con el que financian más del 90% de sus inversiones. ¿Por qué no se acomete una reforma financiera que limite esa capacidad de endeudamiento?
En realidad, los dirigentes gubernamentales son presa de un pánico visceral: el de que sus economías vuelvan a deslizarse hasta la recesión o al abismo. Los grandes bancos juegan con ese miedo, al sostener que una reforma financiera que los obligue a “tener más capital” hará que dejen de ser rentables y les impida conceder préstamos. Pero no hay ninguna señal de eso. Y aunque así fuera el costo de evitar crisis financieras es mucho más bajo que los sufrimientos que generan cuando estallan. Después de todo, éstas provocan caídas significativas de la producción, alzas en el desempleo y dañan gravemente la cohesión social. Hay quien opina que los bancos son por naturaleza especiales, y no se les pueden aplicar tantas exigencias. De hecho, se han vuelto especiales principalmente por su capacidad para realizar tantas apuestas a expensas de los demás. Si sale bien, ganan. Si sale mal, pagan los contribuyentes y sufren los ciudadanos. Nada justifica permitirles distorsionar la economía y poner en peligro a la población como lo hacen. Desafortunadamente, a pesar del enorme daño causado, es poco lo que ha cambiado su política. Y es que no parece que hayamos aprendido nada.